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Paul Welsch | Primera actuación de los Sex Pistols en Manchester. |
Si Iggy Pop fue el padrino del punk, los Sex Pistols fueron los padres del indie. Aun formando parte de la multinacional Virgin y haber recibido numerosas críticas poniendo en tela de juicio su naturaleza autoproclamada, los londinenses se sirvieron de ello para dinamitar las convenciones del universo discográfico desde dentro y crear escuela
Tras
la superación de la crisis bursátil del 29 la vida de los
estadounidenses parecía volver a ser una reminiscencia de lo que había
sido diez o quince años atrás: ahora el ciudadano medio volvía
a tener una radio y un televisor en casa encendidos todo el día.
Nunca el panorama fue tan oportuno como para que poco después un
guapo muchacho de Tupelo se consiguiera colar en cada hogar
norteamericano moviendo las caderas y cantando a las mil maravillas;
las mismas pasiones fueron levantadas en los 60 por la Bristish
Invasion en unas circunstancias similares. Desde la década de los 50, menos
de diez años fueron necesarios para que el mundo se topara con el
estereotipo de icono pop que hoy veneramos y que la música comenzase
a ser un bien de consumo para niños, jóvenes, adultos y algún que
otro viejo despistado. Sin embargo, lejos de las estrategias de
marketing, cada disco, cada nota, cada sonido y cada nuevo
instrumento supusieron un paso agigantado. Todos los terrenos eran explorables y los músicos no veían lugar a su finitud. Las
discográficas, en cambio, sí.
Los
virajes eran constantes durante la segunda mitad de los 60 y
principios de los 70, aunque parecían ir encaminados en la
misma dirección: unos buscaban producciones extraterrestres, otros
ya habían abandonado las guitarras por sitares, había quienes
empezaban a hacer de sus composiciones auténticas piezas lisérgicas orquestadas de más de un cuarto de hora. En medio de todo este ir y
venir, se renegaba de lo que se había hecho anteriormente y las
direcciones volvían a radicalizarse como proceso de evolución: las
dulces melodías de Buddy Holly y los Everly Brothers de las que
tanto bebieron los primeros Beatles parecían quedar muy lejos, las
canciones adquirían cada vez más una notoria complejidad
compositiva y armónica frente al carácter pop reinante, la
extravagancia se oponía a la sobriedad y, en resumen, las viejas
concepciones empezaban a quedar anticuadas. Por un lado los artistas
de renombre gozaban de libertad artística en la mayoría de los
casos, no obstante, las discográficas eran selectivas y visualizaron
desde primer momento el filón económico de la comercialidad de sus
productos fácilmente moldeables.
La
Santísima Trinidad, Thatcher y unos punkies haciendo de las suyas
Adentrados
en la década de los 70, sólo un pequeño reducto ajeno a la
incipiente escena prog que empezaba a imperar en el mundo
discográfico decía respetar a tres artistas de la década anterior
de manera casi inédita y que bien poco tenían que ver con Emerson,
Lake And Palmer o Genesis: Iggy, Bowie y Lou. La Santísima
Trinidad del proto-punk fueron los mesías que alumbraron una
corriente alternativa a la que los grandes sellos como Island Records
marcaban. Los tres padrinos de oro de esta minoría, sin saberlo,
bautizaron a los primeros punks británicos de la historia: ahora éstos habían
tomado el control, se habían desmarcado de la música que las radios
(im)ponían, la cultura del DIY (do it yourself) desafiaba a la cultura de
consumo que los imperios discográficos habían creado, visibilizaron
la lucha de clases prescindiendo de la técnica y el esteticismo para
poner por delante la mala hostia, el nihilismo y la indignación por
absolutamente todo, así como la lírica se alejó de todo bucolismo
e imaginario romántico para meterse de lleno en los problemas de la
sociedad sin una sola pizca de edulcorante. Era de esperar cuando las
economías occidentales volvían a sucumbir. Reino Unido entraba en
la recesión, el huracán Thatcher se acercaba y Estados Unidos
perdía Vietnam y sufría una enorme inflación. La música volvía a
estar en la calle, la representaba bien y se alejaba del limbo y la
nube en el que flotaba un rock progresivo poco comprometido y, por naturaleza, del
lado de las discográficas.
La
aguja de la brújula parecía dar vueltas sin parar de un lado a otro
de la circunferencia y de forma acelerada, sin rumbo, frenética,
hasta que en 1976 los Sex Pistols, en vez de señalar el nuevo norte,
decidieron machacarla de un martillazo delante de menos de cien
personas para cambiar por siempre la historia de la música.
Podríamos llamarlo 'el concierto que asentó las bases del indie', pero
sin olvidar el hito que supuso como precedente de la escena de post-punk, madchester y britpop que no tardaría en aflorar tras esta actuación.
El acontecimiento tuvo lugar en el Lesser Free Trade Hall de
Manchester el 4 de junio de 1976. Hay quienes dicen que no eran más
de cuarenta afortunados los que pagaron los 60 peniques que costaba
la entrada, hay quienes afirman también que al menos podían ser
cien personas, aunque a día de hoy más de seis mil te dirán que presenciaron aquel concierto, en principio, anodino en la vida de
tanto quienes asistieron como de los propios Sex Pistols. Sí que se
conocen un buen puñado de nombres de los asistentes que por entonces
no eran tan relevantes como más tarde serían: Peter
Hook y Bernard Sumner (quienes ese mismo año formaron Warsaw, que
evolucionaría a Joy Division y continuaría en New Order tras la
muerte de Curtis), el productor Martin Hammet (Joy Division, John
Cooper Clarke, The Psychedelic Furs, Happy Mondays...), Mark E. Smith
(líder de The Fall, banda formada un año después en 1977), Steven
Morrissey (que sólo tenía 17 años y a sus 23 formaría The Smiths
por invitación de Johnny Marr), miembros de A Certain Ratio,
Buzzcocks, Magazine, Ludus, Simply Red... Entre toda la farándula
mancuniana presente no podía faltar –por
supuesto– el gran
Tony Wilson, presentador de programas de música independiente en Granada TV,
fundador de Factory Records y The Haçienda y máximo responsable
de que todos los anteriormente mencionados sean recordados hoy.
De
Manchester a madchester:
la importancia de cuidar la escena
Como
es habitual a la consciencia humana, el cariz de relevancia se cobra
pasado un tiempo: se puede pensar en un fenómeno como un suceso potencialmente
importante, pero el rigor de poder aseverarlo es una concesión dada por el paso de los años.
Lo mismo ocurrió aquel día. La banda se plantó frente a su público
todavía virgen –los
Pistols no habían asediado Manchester aún–
con sus pintas desarrapadas,
proclamando la anarquía de Reino Unido, derrochando energía y
actitud, escupiendo y desafiando al público y acordándose de Isabel
II (y no precisamente para soltarle piropos). Ninguno de los
asistentes daba crédito a lo que estaba presenciando, entre otras
cosas, porque no parecían una banda, sino una panda de salvajes
llegados de las cloacas. Tenían un poco de White Light/White Heat, el
cabello corto, rojo y puntiagudo a lo Ziggy Stardust y con bastantes
similaridades al Iggy Pop del Fun House que se cortaba el torso con
botellas rotas y untaba crema de cacahuete sobre las heridas de su
cuerpo desnudo. Como todo aquello que no gusta de primeras pero deja
con ganas de más, el 20 de julio aparecieron de
nuevo sobre las mismas tablas tocando más rápido, con mayor
agresividad, desprendiendo un tinte de oscuridad que a los de
Manchester fascinó. Ian Curtis cogió el bus desde Macclesfield
hasta allí. Esta vez la sala se llenó de jóvenes con ropa ceñida
y por zurzir, el pelo raso y de colores llamativos. Con las entradas 40 peniques más caras que la vez anterior los Sex Pistols no
amasaron una fortuna pero sí que acontecieron un antes y un después.
El
primer concierto de los de Londres, todavía sin Sid Vicious en la
formación, llevó al siguiente un mes y medio más tarde, el cual serviría de inspiración
para Tony Wilson –al
ver el éxito del género entre los jóvenes–
para emprender So It Goes,
el primero de sus programas alternativos en Granada Television
enfocados a la escena musical independiente; este panorama
incipiente empezaba a gozar de credibilidad en una ciudad norteña,
gris e industrial donde las esperanzas para salir de allí o hacer
algo verdaderamente relevante quedaban en el sumidero. Por la tele
local pasaron un sinfín de bandas de Manchester y sus alrededores
como los Buzzcocks, Joy Division o The Jam, y ahora, si se pretendía dar
continuación al nuevo fenómeno, existía el compromiso y la
necesidad de que los discos tenían que producirse en casa. A ello se
debe la existencia de un sello independiente que amparaba a los
nuevos artistas de la ciudad y que se materializó en 1978 como
Factory Records, además de fundarse y establecerse The Haçienda
como la catedral de la música en vivo y el punto de encuentro para
todos aquellos que quisieran disfrutar de buena música, codearse con
el nuevo panorama indie o pegarse una fiesta de las que arrepentirse
al día siguiente. La evolución de la escena pasó por The Smiths,
New Order y finalmente por los Happy Mondays y la cultura rave, delegando todo el trabajo
en quienes siguieron los programas de Tony Wilson, seguramente unos cuantos
niños de la ciudad como Ian Brown, Mani, John Squire, Reni y los
hermanos Gallagher, que hasta quizá llegaron a tener edad para poder frecuentar The Haçienda.
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Del libro 'The Haçienda Must Be Built!' | The Haçienda en la era rave, finales de los 80 |
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